¿Por qué soy católico?

 

 

“No negamos nuestra fe a las palabras pronunciadas por el Poder divino”
(S. Hipólito)

 

 

No sólo cristiano, también católico

 

Debido a nuestra hambre de Dios, la espiritualidad siempre estará de moda. Por desgracia, no sucede lo mismo con la Revelación objetiva y con sus implicaciones morales. Con la excusa de combatir la intolerancia religiosa, no pocos cristianos han sucumbido ante el aparente encanto de posturas sincretistas de corte oriental, como el new age, que a la larga prescinden de Dios y reducen la oración a una simple técnica de relajación mental. Por eso conviene insistir en que «la oración cristiana está siempre determinada por la estructura de la fe, en la que resplandece la verdad misma de Dios y de la criatura». Hay muchos ejemplos cotidianos que muestran la importancia de conocer bien las verdades reveladas por Cristo. No hace mucho tiempo me contaba un amigo una anécdota muy ilustrativa en este sentido. Paseaba por las calles de Londres y quiso entrar en una iglesia para acercarse a un Sagrario y rezar ante el Santísimo Sacramento. El problema estaba en cómo saber si el templo al que quería acceder era católico o protestante. La diferencia es esencial, precisamente por la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. Mi amigo se solía fijar, para distinguir, en los horarios que hay en la entrada. Si se anuncian servicios, es protestante, mientras que si el aviso se refiere a las Misas, es una iglesia católica. Durante esas pesquisas, se acercó amablemente una señora anglicana para preguntarle si deseaba algo e invitarle a entrar. Mi amigo le explicó que es católico y que, por tanto, sabía que no encontraría al Señor en el Sagrario. Extrañada, la buena señora le replicó: «¡Pero Jesús está en todas partes!». Intentó explicarle, me temo que en vano, que efectivamente Cristo, como Dios, está en todas partes, pero que su presencia sacramental en la Eucaristía es otro tipo de presencia mucho más cercana, que sería imposible sin la Encarnación.

 

Esa anécdota muestra hasta qué punto las verdades de fe conforman la vivencia cristiana. Los protestantes, en efecto, al desconocer la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, no pueden disfrutar de ese gran regalo de amor que supone tenerle cerca de nosotros, escondido pero vivo. Allí donde está su cuerpo, se encuentra también su alma y su divinidad. De ahí la importancia de conocer todas las verdades reveladas por Dios. En concreto, si no se está familiarizado con la «hondura de la Encarnación», la vida cristiana se resiente: se vuelve espiritualista.

 

No todos los cristianos son católicos. La religión católica, con más de mil millones de fieles, es la más numerosa del mundo. Pero hay cientos de millones de personas que creen en la divinidad de Cristo pero no en la Iglesia Católica. O bien estamos equivocados los católicos, creyendo demasiadas cosas, o bien es incompleta la fe de los ortodoxos (que no creen en la potestad otorgada por Cristo al Romano Pontífice) y la de los protestantes (que, en líneas generales, además de no aceptar la autoridad del Papa, no veneran a la Virgen María y no creen que Cristo haya instituido siete sacramentos). ¿Cómo saber quién tiene razón? Si un católico cree, por ejemplo, que Jesucristo está realmente presente en el Sagrario y un protestante piensa que no, uno de los dos se equivoca. Es, pues, «necesario —afirma Juan Pablo II—saber cuál de estas Iglesias o comunidades es la de Cristo, puesto que Él no fundó más que una Iglesia, la única que puede hablar en su nombre».

 

No se trata de hacer un juicio de valor sobre personas, sino sobre ideas. No pretendo comparar la valía personal de católicos y de otros cristianos, sino buscar quién confiesa la fe más verdadera. De hecho, hay ortodoxos y protestantes que son mejores personas que muchos católicos. Una cosa es la verdad y otra la caridad. Estar en la verdad facilita la santidad de vida, pero Dios ayuda a todos. Además, los cristianos que viven hoy en día no son responsables de las dolorosas divisiones surgidas en el pasado. Lo que sí se espera de todos es que busquen honestamente dónde se encuentra la verdad más plena y se adhieran a ella. También es verdad que la caridad, el amor y respeto mutuos, facilita esa unidad tan ansiada entre los cristianos. Hubo tiempos de obcecamiento, en que los miembros de las distintas confesiones cristianas apenas se trataban. El afán ecuménico de Juan Pablo II ha contribuido mucho a crear ese ambiente distendido, tan propenso a la búsqueda serena de la verdad. Gracias a Dios, empiezan a desaparecer recelos multiseculares.

 

Volviendo a tomar el hilo de nuestras consideraciones racionales, hemos visto que sólo Dios es infalible. Si Jesucristo es Dios, todas sus declaraciones son infalibles. Si revelase cien verdades, todas ellas serán igualmente verdaderas y nadie tendrá derecho a cambiarlas. Si creo que Cristo es Dios, entonces aceptaré sus cien verdades. Incluso antes de conocerlas, me las creeré, ya que la razón que me lleva a creérmelas no radica en que me convenzan más o menos, sino en que el que las ha revelado es infalible, no puede engañarse ni engañarme.

 

Pues bien, una de esas declaraciones dogmáticas de Cristo concierne a la Iglesia. Cristo mismo fundó una sola Iglesia, con San Pedro al frente: «Tú eres Pedro —le dijo—, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos». Este texto es fundamental. De modo contundente, Cristo afirma que quiere edificar su Iglesia sobre Pedro y le promete ayuda hasta el fin de los tiempos.

 

El Primado del Papa

 

De esas palabras, se desprende también el Primado del Papa sobre los demás Obispos, puesto que Cristo confiere a Pedro una potestad por encima de los demás apóstoles. Eso es precisamente lo que no reconocen los cristianos no-católicos: que Cristo haya constituido al Obispo de Roma como pastor universal. Sin embargo, si estudiamos este asunto en sede teológica, comprobamos la verdad de la fe católica. Para estudiar una cuestión teológica, es preciso acudir a las dos fuentes de la Revelación: la Sagrada Escritura y el testimonio de la Tradición. Por último se estudian las declaraciones del Magisterio de la Iglesia.

 

Empecemos con el Evangelio. Ahí vemos que Cristo confiere a Pedro potestades especiales que no confiere a los otros apóstoles: aparte de entregarle —como hemos visto— la potestad de las llaves, le dice que tiene que confirmar a sus hermanos en la fe, y después de la resurrección le confirma en su ministerio pastoral. En los Hechos de los Apóstoles, vemos a Pedro ejerciendo su primado, no porque él sea mejor que los demás apóstoles, sino porque así se lo ordenó Cristo.

 

Tras la Ascensión, Pedro actúa siempre como cabeza de la Iglesia. Pide que se nombre a otro apóstol para ocupar el puesto de Judas. El día de Pentecostés, es él quien dirige la palabra al pueblo. Preside el Concilio de Jerusalén, resume sus conclusiones, acatadas por todos. En una visión, se entera de que hay que aceptar en la Iglesia a los gentiles y bautiza a los primeros de ellos...

 

Los testimonios de los primeros siglos confirman que el Primado de Pedro no es, como afirmaron algunos protestantes, un invento de los cristianos de Roma para justificar su eminencia, sino algo aceptado por los cristianos desde el principio. Excavaciones en los años cincuenta han demostrado que Pedro fue sepultado en Roma. Por eso, los Obispos de Roma siempre fueron reconocidos como sucesores de Pedro. Las leyes promulgadas por el Papa tenían vigencia en todas las iglesias, y si surgía alguna duda o disputa, acudían a Roma para solucionarla. Así, Clemente I, tercer sucesor de San Pedro, intervino en una discordia ocurrida en la iglesia de Corinto. Escribe a los rebeldes y les pide «obedecer a lo que Cristo les ha mandado a través nuestro».

 

En el siglo II, San Ireneo, refiriéndose a la Iglesia de Roma, nos ha legado este testimonio de fe: «Porque con esta Iglesia, debido a su eminente origen, tienen que estar de acuerdo todas la iglesias, es decir los creyentes de todo el mundo, pues en Ella se ha conservado la Tradición que viene de los apóstoles, para salvación de todos los hombres de todas partes». A su vez, San Cipriano (siglo III), enseña que «la sede episcopal de Roma es la Cátedra de Pedro, la más importante de las Iglesias, de la que procede la unidad sacerdotal» y que «quien abandone la Cátedra de Pedro, sobre la que Cristo ha edificado su Iglesia, ya no es miembro de la Iglesia». En el siglo V, San Agustín confiesa que «sobre esta Cátedra de la unidad, Dios ha colocado también la doctrina de la verdad».

 

Esta doctrina ha sido confirmada por los diversos Concilios ecuménicos. Así, en el año 451, el Concilio de Calcedonia, dirigiéndose al Papa León I, declaró: «Tú has sido el portavoz de la voz de Pedro». El Concilio de Florencia (1440-1446) resumió de este modo la doctrina sobre el Primado del Papa: «Definimos que la santa Sede Apostólica y el Romano Pontífice tienen el primado sobre todo el orbe y que el mismo Romano Pontífice es el sucesor del bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles, verdadero vicario de Cristo y cabeza de toda la Iglesia y padre y maestro de todos los cristianos, y que al mismo, en la persona del bienaventurado Pedro, le fue entregada por Nuestro Señor Jesucristo plena potestad de apacentar, regir y gobernar a la Iglesia universal».

 

Misión de la Iglesia

 

Veamos ahora algunos matices que ayudan a entender la doctrina revelada sobre la Iglesia. Ante todo, es preciso señalar que la Iglesia no ejerce su potestad en nombre propio. Se trata de una potestad delegada. Pedro, y sus sucesores, administran algo que no les pertenece, son «administradores de los misterios de Dios». «La palabra “administrador” —recuerda Juan Pablo II— no puede ser sustituida por ninguna otra. (...) El administrador no es propietario, sino aquel a quien el propietario confía sus bienes para que los gestione con justicia y responsabilidad». Cristo confiere una potestad que proviene de Dios mismo. Cuando Cristo confiere a los apóstoles la potestad de perdonar los pecados, les dice: «"Como el Padre me envió, también yo os envío". Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos"».

 

La finalidad primordial de la Iglesia es salvar almas. Para llevar a cabo esta misión, la Iglesia recibió de Cristo tres ministerios: enseñar, santificar (administrar los medios de salvación, fundamentalmente los sacramentos) y gobernar (como en cualquier sociedad humana, hace falta organizar las relaciones entre los diversos miembros). Hay una diferencia entre los dos primeros ministerios y el tercero. No es lo mismo potestad de enseñar y de administrar sacramentos que competencia para gobernar. Cuando la Iglesia enseña su doctrina dogmática y administra los medios de santificación, goza de la misma potestad infalible que Cristo. En cambio, en su tarea de gobierno, por ejemplo al nombrar un obispo, la autoridad eclesiástica es simplemente competente y se puede equivocar. No es lo mismo obediencia de la fe que docilidad. Una declaración dogmática del Papa merece ser asentida por todos los fieles como verdad de fe; en cambio, respecto a las directrices pastorales, se espera de los fieles una actitud de solidaridad.

 

Si se pierde de vista esa diferencia entre potestad y competencia, no se entiende bien la Iglesia Católica. Cristo es garantía de que los sacramentos válidamente administrados tengan una eficacia divina y de que lo que enseña de modo estable el Santo Padre, y los Obispos en comunión con él, sea infalible. Como veremos, se trata de una potestad conferida por el mismo Cristo. Pero en el ámbito pastoral y en el gobierno de los asuntos que regulan la vida de la Iglesia (véase, por ejemplo, el Código de Derecho Canónico, conjunto de leyes que regulan los derechos y deberes de los fieles), si bien Dios ayuda, puede haber errores. Cuanto más santo sean un pastor, más acertada será su actuación. En cambio, la eficacia sobrenatural de los sacramentos y la confianza que merece una declaración dogmática no dependen directamente de la santidad de vida de los pastores. Cristo mismo garantiza la eficacia de los sacramentos y la infalibilidad de la doctrina.

 

Detengámonos en la potestad que ha recibido la Iglesia de enseñar infaliblemente en nombre de Cristo. Veamos por qué nada es tan seguro y razonable como creer en lo que enseña la Iglesia.

 

«Lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos», dijo Cristo a Pedro. Y a los apóstoles: «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha». Son palabras fuertes. No entendemos cómo hombres falibles puedan participar de la infalibilidad divina. Es un misterio. Pero si lo dice Cristo, que es Dios, lo creemos firmemente, ya diga que un trozo de pan se convierte en su Cuerpo o que el Papa no se puede equivocar al proclamar un dogma de fe.

 

Es lógico que Cristo confíe a la Iglesia la potestad de conservar, interpretar y actualizar el depósito de la fe. Para asegurar la transmisión fiel del mensaje de Cristo a través de la historia, se precisa una instancia infalible de interpretación. Así, si surgen dudas, se pueden resolver con la seguridad de que Dios está detrás de esa interpretación. Se evita así que, cada vez que nos gustaría saber lo que Dios piensa sobre algo que se pone en duda —como la Asunción de la Virgen— o sobre algo nuevo —como la fertilización in vitro—, tenga que volver Cristo para aclararlo.

 

Es, pues, razonable que Cristo, inteligente como es, ya haya previsto todo eso y lo haya resuelto de antemano, confiando esa potestad a su Vicario en la tierra. No olvidemos que en el Evangelio se encuentran de modo implícito muchas verdades de las que los cristianos, gracias a la oración y a la reflexión teológica, se han ido percatando poco a poco a lo largo de la historia. Pero estos avances no deben traicionar el núcleo original. De hecho, la Iglesia jamás ha proclamado un dogma que contradiga al Evangelio o no esté implícitamente presente en él. La experiencia protestante, en cambio, muestra que al contar únicamente con la Sagrada Escritura, la unidad de fe se ha ido resquebrajando más y más.

 

Como recuerda Scott Hahn, en un libro apasionante en el que relata su conversión a la fe católica, «desde la época de la Reforma, han ido surgiendo más de veinticinco mil diferentes denominaciones protestantes, y los expertos dicen que en la actualidad nacen cinco nuevas a la semana. Cada una de ellas asegura seguir al Espíritu Santo y el pleno sentido de la Escritura».

 

Por otra parte, creer en la Iglesia no equivale a depositar nuestra confianza en personas humanas. Al comparar el cristianismo con otras religiones, vimos que no es razonable depositar toda nuestra confianza en un hombre, que sólo Dios ofrece plenas garantías de credibilidad. Comparando a las diversas iglesias cristianas, podemos aplicar el mismo razonamiento. Si lo miramos de cerca, el católico es el único cristiano cuya fe se basa únicamente en Cristo.

 

Si sigue al Papa es porque cree en la promesa de infalibilidad hecha por el mismo Cristo. Un protestante, en cambio, tiene que fiarse de Cristo y de un hombre. De las cien verdades reveladas por Cristo, Lutero decide que hay que quitar cinco, Calvino que hay que quitar diez, etc. ¿Pero cómo puedo estar seguro de que no se equivocan? A pesar de todo el respeto que merecen, los fundadores de iglesias protestantes son simples hombres que no han recibido directamente de Cristo potestad alguna. Un metodista tiene que creer en John Wesley, un adventista en Willian Miller y en Ellen White, un mormón en Joe Smith, un testigo de Jehová en C.T. Russel, etc. También dentro de la Iglesia Católica ha habido siempre personas que afirman haber recibido de Dios algún carisma especial. Piénsese en santos como Bernardo, Domingo de Guzmán, Francisco de Asís, Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola, Don Bosco, San Josemaría Escrivá, etc. Todos ellos enriquecieron a la Iglesia con su doctrina, con su ejemplo, y con fundaciones extendidas hoy en día por todo el mundo. ¡Pero ninguno de ellos se sintió llamado a fundar otra iglesia y su carisma fue reconocido por los sucesores de Pedro! No puede haber unidad en la fe, dentro de la legítima diversidad, sin un Vicario de Cristo común a todos los cristianos...

 

«Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación», dijo Cristo a sus discípulos. Los apóstoles entendieron la importancia de custodiar y de transmitir fielmente ese tesoro recibido de Cristo.

 

Conscientes de lo que recibieron en depósito, no permitieron que alguien lo cambiara. «Aun cuando nosotros mismos —afirma San Pablo— o un ángel del cielo os anunciara un evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea anatema! Como lo tenemos dicho, también ahora lo repito: Si alguno os anuncia un evangelio distinto del que habéis recibido, ¡sea anatema!». Como decía Juan Pablo I, «cuando el pobre Papa y cuando los Obispos y los sacerdotes presentan la doctrina, no hacen más que ayudar a Cristo. No es doctrina nuestra, es la de Cristo, sólo tenemos que custodiarla y presentarla».

 

La crisis que de las misiones católicas en las últimas décadas se debe en gran parte a perder de vista lo que acabamos de ver. Los misioneros deben evangelizar y vivir la caridad, pero si dudan de la verdad de la doctrina recibida de Cristo, se convierten en simples asistentes sociales. No se trata de imponer a los demás, con afán de conquista, las propias convicciones, sino de respetar delicadamente la legítima libertad de cada persona. Tampoco es que los cristianos se sientan orgullosamente superiores a los demás. Se sienten humildes depositarios de un mandato divino destinado a contribuir a la verdadera felicidad de sus semejantes. Estar convencido de haber recibido una verdad divina no impide el diálogo y el respeto de la legítima libertad ajena. Juan Pablo II ha sido un preclaro ejemplo de persona a la vez coherente y tolerante. Ante los representantes del poder mundial en las Naciones Unidas, afirmó en 1995: «Como cristiano, mi esperanza y confianza se centran en Jesucristo... [quien] para nosotros es Dios hecho hombre y forma parte por ello de la historia de la humanidad. […] La fe en Cristo no nos aboca a la intolerancia. Por el contrario, nos obliga a inducir a los demás a un diálogo respetuoso. El amor a Cristo no nos distrae de interesarnos por los demás, sino que nos invita a responsabilizarnos de ellos, a no excluir a nadie...».

 

El misterio de la Iglesia

 

Si se mira con ojos humanos, sin la fe, la Iglesia Católica no se entiende. Es de Dios pero está compuesta por hombres. En ella, convive lo más alto con lo más bajo. La Iglesia constituye un profundo misterio. Es mucho más que un conjunto de clérigos con determinadas potestades. La unión íntima de todos los miembros de la Iglesia, entre sí y con Cristo, en la tierra y en el Paraíso, es un misterio tan profundo, que excede nuestra capacidad intelectual. «Este misterio —recuerda Juan Pablo II— es más grande que la sola estructura visible de la Iglesia. Estructura y organización sirven al misterio. La Iglesia, como Cuerpo místico de Cristo, penetra en todos y a todos comprende. Sus dimensiones espirituales, místicas, son mucho mayores de cuanto puedan demostrar todas las estadísticas sociológicas». La Iglesia es la Familia de Dios, el Pueblo de Dios que camina hacia la Jerusalén Celeste. Llegará un día, tras el fin del mundo, en que la Iglesia brillará en todo su esplendor. Entretanto, cada día pasan miembros de la Iglesia militante a la Iglesia purgante o triunfante. A veces nos fijamos demasiado en las miserias de los miembros de la Iglesia, olvidando la gloria de la Iglesia en el Cielo. Helmut Laun, en un libro en el que relata su conversión, cuenta que un día tuvo una visión de la Iglesia gloriosa. El relato de lo que contempló es escalofriante. No encuentra palabras para describir lo que vio, pero lo intenta diciendo: «Todo lo que había leído sobre la Iglesia Católica, una y santa, antes de mi conversión, era completamente cierto, ¡pero apenas era una sombra comparado con la deslumbrante belleza sobrenatural de la Iglesia triunfante! Ni siquiera un millar de palabras cuidadosamente escogidas podrían nunca describir la visión que tendremos de la Iglesia de Cristo en su última y plena realidad, de una sola mirada, en la otra vida, cuando estemos contemplando la bondad y sabiduría de Dios. Lo que innumerables santos han dicho de la Iglesia es sin duda cierto. ¡Una realidad inexpresablemente gloriosa!».

 

La Iglesia es un regalo de Dios. Conviene ponerlo de relieve especialmente en estos momentos en los que sufre tantos ataques. Se trata de una familia a la vez divina y humana. Es divina puesto que sus miembros están íntimamente unidos por lazos sobrenaturales, y es humana en cuanto que prolonga el hogar más maravilloso que jamás haya existido: el de Jesús, María y José en Nazaret.

 

Creemos en la Iglesia por la misma razón que nos adherimos a las demás verdades infaliblemente reveladas por el Hijo de Dios. Es muy de agradecer la existencia de esta familia porque, a través de ella, Cristo nos garantizó seguridad en la doctrina. No prometió al Santo Padre, su vicario en la tierra, infalibilidad de conducta, sino de doctrina. De los tres ministerios confiados a la Iglesia —enseñar, santificar y regir—, Jesucristo asegura la eficacia de los dos primeros: no hay error posible en los dogmas y está asegurada la eficacia de los sacramentos válidamente administrados. En cambio, a la hora de organizar la vida eclesial, todo es mejorable. Si el Papa proclama un dogma, el católico no se lo cree porque ese Papa sea un gran hombre, sino porque recibió de Cristo la potestad de hablar en su nombre. «Es la Iglesia —enseña Juan Pablo II— la que conserva, interpreta y actualiza el legado de Cristo. Y es en unión con la Iglesia, bajo la dirección del Papa y de los Obispos, como cada cristiano puede crecer en la fe. (...) Por desgracia, la Iglesia no siempre está "sin mancha ni arruga". Pero es a ella a quien Jesús confió su Buena Nueva, así como los caminos ordinarios a través de los cuales nos llega su gracia».

 

Para apreciar el gran don que supone la Iglesia, tenemos que trascender lo visible y centrarnos en lo esencial. Por ejemplo, al recibir un sacramento, poco importa la imperfección del sacerdote que lo administre, pues sabemos que es Jesucristo mismo quien nos lo confiere. Así también, puesto que la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo, no dudamos de su santidad ante las patentes miserias de algunos católicos, pues recordamos que su cabeza es Jesucristo, que su alma es el Espíritu Santo y que la mayor parte de sus miembros son santos que ya están en el Cielo. Sin duda, nos duelen los pecados propios y ajenos, más aún si sintonizamos con el dolor que causan al Corazón de Jesús, pero eso no enfría nuestro cariño hacia la que amamos como a una madre.

 

«La Iglesia —dice San José María—, que es divina, es también humana, porque está formada por hombres y los hombres tenemos defectos [...]. Cuando el Señor permite que la flaqueza humana aparezca, nuestra reacción ha de ser la misma que si viéramos a nuestra madre enferma o tratada con desafecto: amarla más, darle más manifestaciones externas e interiores de cariño». Hay quienes se extrañan demasiado de las debilidades ajenas, como si no fuéramos todos pecadores. Jesucristo, en cambio, es muy realista. Porque nos conoce bien, predica tanto la perfección como la misericordia, y espera de nosotros una santidad que no está reñida con la miseria reconocida y combatida. Por eso eligió a Pedro como primer Papa, fundando así «la Iglesia sobre cobardías y arrepentimientos». Desconocer la realidad de la miseria humana «será siempre la tentación aparentemente angélica y radicalmente demoníaca de la soberbia. Cristo nos dejó su grito de Perfección: y esa entrañable organización de cautelas, perdones y remiendos para la imperfección, que es la Iglesia».

 

De todos modos, incluso las miserias humanas a lo largo de la historia de la Iglesia corroboran su credibilidad. El Papa tiene un poder absoluto en cuestiones de fe y moral, y sin embargo, los Papas indignos mantuvieron la doctrina según la cual ellos mismos eran unos sinvergüenzas, que terminarían pagando caro sus propios pecados. Muchos herejes se han desviado de la fe de la Iglesia para justificar su propia vida. Pero eso nunca ha pasado con los Papas.

 

 

 

¿Por qué existen increyentes?

 

Si la fe es tan razonable ¿por qué hay personas que no creen? La causa de incredulidad de quienes conocen todas las razones externas que hemos expuesto, habría que buscarla en razones internas.

 

Siendo capellán de estudiantes, conocí a un estudiante chino de ingeniería que se decía ateo. «¿No sabes —le dije— que se puede demostrar racionalmente la existencia de Dios?». Mostró interés y quedamos citados para charlar con más calma. Llegado el momento, su actitud tozuda y su total desconocimiento filosófico me obligaron a emplearme a fondo. Como buen oriental, le costó entender este primer argumento clásico: todo efecto tiene una causa; puesto que nada hay dentro del universo capaz de justificar el origen de su existencia, habrá que buscar fuera de él hasta vislumbrar un Ser increado y necesario, una causa primera sin la cual todo lo que vemos no habría podido surgir. Hubo otro argumento que, por ser él experto en informática, le convenció del todo: el maravilloso orden que observamos en el universo reclama una inteligencia superior que lo haya planificado, del mismo modo que es impensable un programa de ordenador sin un programador: los átomos, al igual que los bytes, son incapaces de organizarse por sí mismos.

 

Terminé explicándole que la creación pone de manifiesto la existencia de un Ser con voluntad e inteligencia: que no provenimos de una especie de fuerza ciega, sino de un Ser personal. Su reacción final me sorprendió. Pensé que se alegraría al descubrir que no somos producto del azar sino del querer de una Persona infinitamente omnipotente y sabia. Más aún si, según la revelación cristiana, resulta ser un Padre que nos ama con locura. En cambio, la desazón del estudiante iba en aumento. Al preguntarle por qué, me dijo: «Me has demostrado que Dios existe pero ¡yo no quiero ser el peón de nadie!». Su soberbia era clamorosa. Parecía abierto, pero no era honesto.

 

Eso me recordó que, por muy importante que sea la formación —la evangelización precede a la fe—, más aún lo es la actitud que adoptamos ante la realidad. La fe es un don divino que tiene que ser aceptado por una voluntad que, a su vez, depende mucho de las disposiciones interiores. Rechazar la fe aun contando con suficientes datos objetivos es algo tan viejo como el Evangelio. Allí se lee: «Aunque había realizado tan grandes señales delante de ellos, no creían en él; (...) Sin embargo, aun entre los magistrados, muchos creyeron en él; pero, por los fariseos, no lo confesaban, para no ser excluidos de la sinagoga, porque prefirieron la gloria de los hombres a la gloria de Dios».

 

Como le sucedió al estudiante chino, la soberbia es lo que más impide aceptar la fe. Quien, por ignorancia o por alejamiento voluntario, ha vivido durante años como si Dios no existiera, para poder sobrevivir con cierta autoestima, suele forjarse una idea autosuficiente de sí mismo que le impide admitir la necesidad que tiene de que otro le salve. Es muy difícil que acepte a Dios quien no sea capaz de relativizarse a sí mismo, quien no asuma, por ejemplo, que por sí mismo ni siquiera puede garantizar que seguirá estando vivo dentro de unos minutos. Aparte de la autosuficiencia, también la falta de honestidad moral influye en la actitud de rechazo hacia la fe. La vida cristiana comporta una serie de implicaciones éticas que no se está dispuesto a asumir. Es el autoengaño típico de quien, por no vivir como piensa, termina pensando como vive. No podemos juzgar a personas concretas: cada una es única. Sin embargo, la experiencia y la reflexión nos aportan datos útiles para entender la realidad. Nos descubre que, sin rectitud moral, es muy difícil abrirse a la verdad sobre Dios. Se precisa toda una conversión interior.

 

La soberbia no es siempre tan manifiesta como en el caso del estudiante chino. Hay personas buenas, de conducta intachable, que viven alejadas de Dios a causa de cierto orgullo solapado. He conocido a personas buenas, que han acudido a hablar conmigo con grandes deseos de creer, pero incapaces de dar el paso definitivo. Es para mí un misterio. Pienso que su incapacidad tiene quizá que ver con una actitud inconscientemente soberbia. Cuando, por alejamiento voluntario o por falta de formación, se ha vivido durante años alejado de Dios, es muy difícil aceptar la propia insignificancia, asumir, por ejemplo, que uno no puede asegurar que seguirá estando vivo dentro de cinco minutos. Si estoy alejado de Dios, para poder sobrevivir, para asegurar cierta autoestima y no deprimirme, necesito creerme un pequeño dios. Y es muy difícil aceptar a Dios cuando no sé relativizarme a mí mismo. Tendría que comenzar aceptando que Dios lo es todo y que yo soy muy poca cosa. Me haría falta caer de rodillas implorando humildemente a Dios que se apiade de mí y me dé el don de la fe…

 

Recuerdo una novela, en la que se dice a propósito de un hombre cultivado que no daba importancia a las cuestiones religiosas: «Acaso fuese orgulloso sin saberlo; eso les sucede muy a menudo a los hombres de cultura, muy pagados de sí mismos y de haber sabido obtenerla, olvidando que la cultura es un producto más de la creación, un poder creado por las criaturas con el poder otorgado por Dios». En todo caso, no nos corresponde a nosotros juzgar de las disposiciones de las personas. Sólo a Dios, que tiene todos los datos, le compete juzgar.

 

Para creer hace falta: poder, saber y querer. La gracia de Dios da la capacidad, de ahí que la fe sea un don de Dios. El saber depende de las luces que Dios da y de una buena evangelización. En principio, el querer depende de cada uno. No obstante, hay que rezar por la conversión de los que no quieren creer, para que Dios les ayude a remover los obstáculos que les impiden abrazar la fe. Si alguien no cree, es porque no quiere o porque no le han enseñado. Esto se desprende de las palabras que Cristo, al punto de dejar esta tierra, dijo a sus apóstoles: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará».

 

Referencia:

 

Autor: P. Michel Esparza | Fuente: http://sontushijos.org

Curso "Catequesis básica para padres"

 

 

 


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