EN EL MIÉRCOLES SANTO

 

 

 

Sobre la Pasión del Señor

 

 

 

1. Hermanos, estad alerta. Que los misterios de este tiempo no sean estériles en vosotros. Tenemos una bendición copiosa: traed vasijas limpias. Presentaos con espíritus fervientes, con sentidos despiertos, con afectos sobrios y con una conducta limpia para recibir estas gracias tan extraordinarias. Os urge a ello no sólo el sentido particular de la vida que habéis profesado, sino la práctica de toda la Iglesia, de la que sois hijos. Todos los cristianos, en esta semana, actúan en contra o por, encima de lo acostumbrado: practican la piedad, se presentan con modestia, dan señales de humildad y están llenos de gravedad. De este modo quieren unirse a Cristo paciente.

 

¿Habrá alguien tan poco religioso que permanezca insensible? ¿O tan insolente que no se sienta avergonzado. ¿O tan rencoroso que no perdone? ¿Tan libertino que no se refrene? ¿Tan disoluto que no se contenga? ¿Tan perverso que no se arrepienta en estos días? No es para menos. Vivimos la Pasión del Señor, que hoy también hace temblar la tierra, quiebra las rocas y abre las tumbas. Y es inminente también la Resurrección en que celebráis la gran solemnidad del Señor Altísimo. ¡Ojalá la agudeza y el empeño de vuestro espíritu os haga comprender las sublimes maravillas que hizo! Nada se podía comprender mejor en el mundo que lo que hizo el Señor en estos días, más que provechoso puede recomendarse al mundo que celebrar perpetuamente cada año su memorial con avidez espiritual y saboreando el recuerdo de su inmensa bondad.

 

Todo lo hizo por nosotros, y de ahí nos vienen los frutos de salvación y la vida del espíritu. ¡Qué admirable, Señor, es su pasión. Ella nos libró de todas nuestras pasiones, aplacó todas nuestras maldades y jamás resulta ineficaz frente a nuestras miserias. ¿Existe un veneno mortal que no desaparezca con su muerte?

 

2. Hermanos, en esta Pasión nos conviene recordar especialmente tres cosas: la acción, el modo y el motivo. En la acción descuella la paciencia, en el modo la humildad y en el motivo el amor. Su paciencia es única. Los inicuos abren largos surcos en sus espaldas. Lo cuelgan de un madero y pueden contarse todos sus huesos. Perforan por todas partes el muro inexpugnable que protege a Israel. Taladran sus manos y sus pies. Y él, como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, no abre la boca. No murmura de su Padre, que le había enviado. Ni de los hombres, por los cuales devolvía lo que no había robado. Ni siquiera de aquel pueblo tan predilecto, de quien tantos males recibía en pago de tantos bienes.

 

Algunos sufren por sus pecados; y si lo soportan humildemente decimos que practican la paciencia. Otros son atormentados, y no por ser purificados, sino más bien para probarlos y premiarlos. Su paciencia nos parece mucho más admirable. ¿Y no será infinitamente mayor la de Cristo, que fue condenado a la muerte más horrorosa en su misma patria, y por aquellos que venía a salvar? Estaba totalmente libre de toda especie de pecado, tanto personal como transmitido; y por otra parte le era imposible aumentar más su gloria. En él habita toda la plenitud de la divinidad, no como una sombra, sino unida a su propio cuerpo. Dios, por medio de él, estaba reconciliando el mundo consigo, y no sólo en apariencia, sino hasta el fondo de su ser. Estaba lleno de gracia y de verdad, no por simple cooperación, sino a título personal y para realizar su misión.

 

Isaías dice que su obra es extraña en él. Es una obra suya, porque se la confió su Padre; y le era extraña, porque es inconcebible que él sufriese tanto. Ahí tienes la paciencia que demandó en su obra.

 

3. Si observas cómo lo hizo, lo verás manso y humilde de corazón. Le humillaron, negándole todo derecho. Le acusaban de blasfemo y de falsos crímenes, y él no respondió. Lo vimos totalmente desfigurado. Lejos de ser el más bello de los hombres era el deshecho de la gente, lo mismo que un leproso; lo último del mundo, el hombre del dolor, el herido y humillado por Dios. Carecía de todo encanto y belleza. Sí: ¡el más insignificante y el más importante! ¡El humilde y el sublime! ¡El despreciado de los hombres y el orgullo de los ángeles! Nadie tan sublime ni tan humilde como él. Le escupieron a la cara, lo colmaron de oprobios, lo condenaron a una muerte ignominiosa y fue tomado como un malhechor. ¿Quedará sin mérito una humildad de esta naturaleza, que supera además toda medida concebible? Si su paciencia es singular, su humildad es admirable. Una y otra rompen todos los moldes.

 

 

 

4. Pero lo que hace más estimable a ambas en su misma causa, es decir, la claridad. Efectivamente, por el amor extremo que Dios nos tuvo, el Padre no perdonó a su propio Hijo, ni el Hijo escatimó nada para rescatar al siervo. Sí, es extremo, porque desbordan todas las medidas, ignora los límites y pasa por encima de todo. Lo dice la Escritura: nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Pues el tuyo, Señor, fue aún mayor: la diste por tus enemigos. Porque éramos aún pecadores, y con tu muerte nos reconciliaste contigo y con el Padre. ¿Existe, ha existido, o existirá jamás un amor como éste?

 

Es difícil que alguien dé la vida por un inocente. Tú, en cambio, has padecido por unos culpables y has muerto por nuestros delitos; viniste a justificar gratuitamente a los pecadores, a convertir a los esclavos en hermanos, a los cautivos en coherederos y a los desterrados en reyes. Lo que más realza esta paciencia y humildad es que expuso su vida a la muerte, cargó con el pecado de muchos e intercedió por los pecadores, para que no perecieran. Lo más cierto y digno de crédito es esto: se ofreció porque quiso. Dependió exclusivamente de él dar su vida; nadie se la quitó. Por eso después de tomar el vinagre dijo: Queda terminado. No queda más por hacer: puedo marchar. Y reclinando la cabeza, obediente hasta la muerte, entregó el espíritu.

 

¿Hay alguien capaz de dormirse con tanta facilidad, cuando quiere? Morir es nuestra gran debilidad. Pero morir de este modo es de una fortaleza incalculable. Porque la debilidad de Dios, es más potente que los hombres. El hombre, en su locura, puede ensañarse contra sí mismo, y causarse la muerte: pero eso no es dar la vida; es oprimirla y cortarla violentamente, no entregarla con plena libertad. Tú, desgraciado Judas, tuviste la triste facultad, no de dar sino de colgar tu vida. Y tu espíritu malvado no salió de ti porque lo entregaras, sino arrastrado por un cordel. No lo diste, lo perdiste. El único que dio su vida al morir fue el que recuperó por sí mismo, la vida. Solamente puede entregarla el que puede volverla a tomar con toda libertad, por ser el dueño de la vida y de la muerte.

 

5. Realmente es un amor inapreciable, una humildad que asombra, una paciencia sin límites. Es una víctima infinitamente santa, inmaculada, aceptable. El Cordero degollado merece ser revestido de poder, para cumplir su misión y quitar el pecado del mundo. Me refiero a esas tres clases de pecado que invaden la tierra. Ya estáis pensando en lo que quiero decir: los bajos apetitos, los ojos insaciables y la arrogancia del dinero. Un cordel de tres cabos cuesta mucho romperlo. Por eso son tantos los que arrastran, o más bien son arrastrados, por esta maroma de la vanidad.

 

Pero aquellas otras tres realidades primeras influyen mucho más en los elegidos. El recuerdo de aquella paciencia ¿no va a rechazar el placer? La consideración de aquella humildad ¿no va a aniquilar la arrogancia? El amor auténtico absorbe de tal modo la mente y el espíritu al meditarlo que anula el vicio de la curiosidad. La Pasión del Salvador es un arma invencible.

 

6. Pero pienso que también es muy oportuno hablar de otras tres clases de pecado que eliminan la eficacia de la cruz. Me refiero al pecado original, al personal y al especial. El original es aquel gran pecado que contraemos en Adán, por el cual todos somos pecadores y condenados a la muerte. Es gravísimo, porque invade de tal modo a todo el género humano y a cada uno de su linaje, que no se libre de él absolutamente nadie. Domina desde el primer hombre hasta el último, y a todos envenena desde la planta del pie a la cabeza.

 

El hombre siente sus efectos desde el momento en que lo concibe su madre, hasta que vuelve al seno de la madre tierra. ¿De dónde, si no, ese yuo que pesa sobre todos los hijos de Adán y en todo su ser, y esto desde que salen del vientre materno hasta que vuelven a la madre de los vivientes? Se nos engendra entre la inmundicia, las tinieblas nos arropan y nacemos entre dolores. Antes de ver la luz somos un peso para nuestras pobres madres, y cuando vemos la luz las desgarramos como víboras. ¡Cosa rara que no nos despedacemos nosotros mismos! Nuestra primera voz es el llanto, y con razón, porque entramos en un valle de lágrimas, y se nos puede aplicar al pie de la letra aquella frase de Job: El hombre nacido de mujer, vive muy poco y está abrumado de miserias.

 

Cuan verdadero sea esto nos lo dice, no las palabras, sino la experiencia. Fijaos: El hombre nace de una mujer. Es lo más humillante. Y para que no se ilusione con el placer que puede percibir con los sentidos corporales en las realidades sensibles, al recién nacido le comunican con toda crudeza su fin: vivirá muy poco. E incluso se le coarta la libertad de ese breve espacio que media entre la entrada y la salida: está abrumado de miserias. Sí, muchas y muy variadas miserias, tanto en el cuerpo como en el corazón. Miserias cuando duerme, cuando vela y en cualquier lugar en que se halle. Eso mismo experimentó el que nació de la Viren, y fue engendrado de una mujer, si bien era la más santa de las mujeres. ¿Qué dice a su madre? Mujer, ahí tienes a tu hijo. Su vida terrena fue cortísima y llena de miserias. Y en esos cuatro días le persiguieron con asechanzas, le acusaron de infamias, lo colmaron de injurias, lo acribillaron con tormentos y lo remataron con escarnios.

 

7. ¿Dudas que sea suficiente esta obediencia para condonar toda la culpa de aquel primer pecado? Todo lo contrario: no hay proporción entre el delito y la gracia; pues, si por el delito de uno sólo murió la multitud, la gracia otorgada sobró para justificar a la multitud. Es indudable que aquel delito original fue grave, porque infeccionó a la persona y a la naturaleza. Pero el personal es más grave para cada uno, porque soltamos las riendas y hacemos de nuestros miembros instrumentos de injusticia, impulsados no ya por el pecado ajeno, sino por el propio. Y el pecado especial es gravísimo. Se cometió contra el Señor de la majestad, cuando los impíos mataron injustamente al justo, y pusieron sus manos sacrílegas en el Hijo de Dios. ¡Qué terrible homicidio por no decir deicidio! ¿Qué son los dos primeros comparados con éste? La máquina del mundo palideció y retembló, y la creación estuvo al borde de un caos abismal.

 

Supongamos que un magnate del reino saquea bárbaramente los dominios del rey; y que otro, su íntimo consejero, ahoga con sus manos traidoras al hijo único del mismo rey. ¿No diremos que el primero es inocente y honrado en comparación del segundo? Lo mismo ocurre con cualquier pecado comparado con éste. Y, sin embargo, el que se hizo pecado asumió también ese pecado, para sentenciar contra el pecado con el pecado. De este modo han quedado anulados tanto el pecado personal como el original; y este pecado especial se anuló a sí mismo.

 

8. Tengo un argumento evidente para el pecado más grave, y con eso deduzco que los otros dos menos graves fueron suprimidos. Vedlo aquí: cargó con el pecado de muchos, e intercedió por los pecadores, para que no perecieran. Y lo hizo así: Padre, perdónales, que no saben lo que hacen. La palabra que sale de tu boca, Señor, no volverá a ti vacía, sino que hará tu voluntad. Fíjate ahora en las obras del Señor, en las maravillas que hizo en la tierra.

 

Le hieren con azotes, le coronan de espinas, le taladran con clavos, le cosen a un madero, le sacian de injurias, y él, olvidando todos sus dolores, dice: Perdónales. Aquí se funde todo: los dolores ilimitados del cuerpo y la misericordia infinita del corazón, el sufrimiento y la compasión, el ungüento que deleita y las gotas de sangre que se pierden en la tierra. La misericordia del Señor es tan inmensa como su miseria. ¿Cúal de ellas vencerá; la miseria o la misericordia? ¡Señor, que triunfe su misericordia eterna! ¡Que la sabiduría triunfe de la maldad! La malicia de aquellos hombres es terrible, ¿pero no es mucho mayor, Señor, tu compasión? Sí, en todos los aspectos.

 

Escuchadle: ¿Se pagan bienes con males, para que me caven una fosa? Le cavaron la fosa de la impaciencia, presentándoles ocasiones continuas y muy fuertes para que se indignara. Pero la fosa es una insignificancia frente a su mansedumbre. Hicieron la fosa devolviendo mal por bien. Pero el amor no se exaspera, no se precipita, no falla nunca, no cae en la trampa, y paga con bienes los males que recibe. Esas moscas muertas no echan a perder el perfume que emana de tu cuerpo, porque tus entrañas son pura misericordia, y tu redención es inagotable. Las moscas muertas son las miserias, las blasfemias, los insultos y alborotos de esa generación rebelde y pertinaz.

 

9. Y tu ¿qué haces? Tienes las manos levantadas y la ofrenda de la mañana se ha convertido en holocausto del atardecer; de tu incienso sube al cielo, cubre la tierra y llega hasta el abismo. Y gritas totalmente sumiso y confiado: Padre, perdónales que no saben lo que hacen. ¡Qué inmenso es tu perdón! ¡Que inmensa es tu bondad, Señor! ¡Que distintos son tus planes a los nuestros!¡Qué inconmovible es tu misericordia con los malvados! ¡Qué contraste! Él grita: ¡Perdónales! Y los judíos: ¡Crucifícale! Sus palabras son más suaves que el aceite, pero son puñales. ¡Oh amor paciente y compasivo!

 

Judíos: sois piedras que estáis hiriendo una piedra más blanda, y de ella brotan las armonías de la piedad y el perfume del amor. ¿Con qué torrente de delicias saciarás a quienes te desean, cuando derramas tanto óleo de misericordia sobre los que te crucifican?

 

10. Es evidente, pues, que esta pasión es plenamente eficaz para aniquilar todos los pecados posibles. ¿Pero estoy cierto que se me ha aplicado a mí? Sí, porque soy el único a quien puede aplicarse. El ángel no la necesita. Y el demonio es ya incapaz de levantarse. Además no se hizo semejante a los ángeles, y mucho menos a los demonios; se hizo un hombre como los demás y se presentó como un simple hombre, y se abajó hasta parecer un esclavo. El hijo pasó por un esclavo. Y no sólo esclavo para estar sometido, sino para ser castigado como un mal siervo, y cumplir la pena de un siervo rebelde, aunque era absolutamente inocente.

 

Dice el texto sagrado que se hizo semejante a los hombres, no al hombre. Es que el primer hombre no fue creado en una condición pecadora o algo similar. Cristo, en cambio, se sumergió decididamente hasta el fondo de toda la miseria humana, para que el ojo agudo del diablo no atisbara este misterio insondable de amor. Por eso apareció siempre como un hombre cualquiera, y jamás quiso valerse de su naturaleza para singularizarse lo más mínimo. Y como actuó así, fue crucificado. Solamente se manifestó a unos cuantos, para que hubiera alguien que creyera en él. Y se ocultó a todos los demás, pues si lo hubieran descubierto, jamás hubieran crucificado al Señor de la gloria. Uniendo así la ignorancia con aquel pecado tan especial, pudo recurrir a esa apariencia de justicia para perdonar a los que no les conocían.

 

11. El viejo Adán, al huir de la presencia de Dios, nos legó estas dos cosas: el trabajo y el dolor. El trabajo de la acción y el dolor de la pasión. Esto lo ignoraba cuando vivía en el paraíso, que había recibido para cultivarlo y guardarlo. Cultivarlo con fruición y conservarlo fielmente para sí y para su descendencia. Cristo consideró el trabajo y el dolor, de tal forma que los tomó en sus propias manos; mejor dicho, se dejó estrujar por las suyas, hundiéndose en un cieno profundo y sumergido en el abismo. Escuchad cómo habla a su padre: Mira mis trabajos y mis penas. Desde niño palpo la pobreza y el trabajo. Tuvo que soportar mucho y sus manos se curtieron en el trabajo. Refiriéndose al dolor dice: Vosotros, los que pasáis por el camino, mirad, fijaos: ¿Hay dolor como mi dolor? Realmente, soportó muchos sufrimientos y aguantó nuestros dolores. Es el hombre del dolor, el pobre y malherido; el que ha experimentado todo lo nuestro, menos el pecado.

 

Su vida fue una actividad dolorosa, y su muerte una pasión llena de energía para realizar la salvación del mundo. Mientras viva tendré muy presentes sus esfuerzos en la predicación, sus cansancios en las caminatas, sus tentaciones en los ayunos, sus vigilias en la oración, y sus lágrimas en la conmiseración. Recordaré también sus dolores, afrentas, salivazos, bofetadas, burlas, desprecios, clavos y todo cuanto cayó sobre él y tuvo que aguantar. Esto me da fuerza y me acerca a él; pero debo imitarle y seguir su camino. En caso contrario, se me pedirá cuentas también a mí de la sangre inocente derramada sobre la tierra y seré cómplice de ese crimen tan terrible de los judíos: he sido ingrato a un amor infinito, he despreciado la gracia del espíritu, he juzgado impura la sangre de la alianza, y he pisoteado al Hijo de Dios.

 

12. Hay muchos que sufren trabajo y dolor; pero lo hacen forzadamente y no lo aceptan a gusto: no imitan al modelo, al Hijo de Dios. Otros lo soportan por propia voluntad, pero no tienen la suerte de participar en nuestra causa. El lujurioso se pasa la noche en vela, no sólo con paciencia sino con ansia, para entregarse al placer. El asesino se forra de hierro y no pega ojo, para arrebatar la presa. Y el ladrón está alerta para asaltar la casa ajena. Estos y otros como ellos no tienen nada que ver con el trabajo y el dolor a que se abraza el Señor.

 

En cambio, los hombres de buena voluntad, que por una motivación cristiana pasan de las riquezas a la pobreza, o las desprecian aunque no las posean, y lo abandonan todo por él, como él lo dejó todo por ellos, esos sí le siguen de verdad. Esta forma de imitación es para mí un argumento muy válido del Salvador y la semejanza de su humanidad redunda en mi propio provecho. Este es el sabor y el fruto del trabajo y del dolor.

 

13. Considera, pues, qué espléndida ha sido contigo la majestad. Todo cuanto hay en cielo y tierra lo hizo con una sola palabra ¿Hay algo más fácil que decir una palabra? ¿Pero se contentó con una sola palabra cuando te rehízo a ti, su criatura? Vivió treinta y tres años en el mundo, en trato directo con los hombres. Desacreditaron cuanto hacía, acecharon lo que decía, y no tuvo dónde reclinar la cabeza. Y esto ¿por qué? Porque el Verbo había prescindido de su sutileza y tomó un tosco sayal. Era carne y sufría toda su pesadez.

 

Pero así como nuestro pensamiento se reviste de la voz corporal y no se siente frenado ni antes ni después de hablar, el Hijo de Dios asumió la carne y no sufrió la más mínima alteración o mengua, ni antes ni después de encarnarse. Era invisible en el Padre, y aquí nuestras manos palparon al Verbo de la vida. Lo que existía desde el principio lo vimos con nuestros propios ojos. Este Verbo, unido personalmente a una carne purísima y a un alma santísima, dirigía con plena libertad las acciones de su cuerpo, porque era la Sabidría y la justicia, porque no sentía en su cuerpo ningún impulso contrario a los criterios de su razón.

 

Mi palabra no es la Sabiduría ni la Justicia, aunque sí es capaz de ambas. Pueden estar presentes y ausentes de ella; esto último es lo más fácil. Nos resulta más cómodo entregarnos al vicio que poner orden en nuestras acciones y pasiones. Es que el corazón del hombre se pervierte desde la juventud y codicia el placer, incluso con el riesgo de castigos, sentencias y la misma muerte.

 

14. ¡Dichoso aquel cuya mente-nuestro verbo-dirige todas sus acciones según la justicia, y procura tener intenciones puras y obras intachables! ¡Dichoso el que acepta con espíritu de justicia los dolores de su cuerpo, y todo lo sufre por el Hijo de Dios; y en vez de murmurar en su corazón, sus labios cantan sin cesar un himno de alabanza y acción de gracias! El que vive a este nivel toma realmente su camilla y va a su casa. Nuestra camilla es el cuerpo, en el que antes languidecíamos extenuados, esclavos de nuestros caprichos y malos deseos.

 

Ahora lo llevamos a cuestas, si le obligamos a obedecer al espíritu. Y llevamos un muerto a las espaldas, porque el cuerpo murió por el pecado. No podemos correr, pero caminamos, porque el cuerpo mortal es lastre del alma, y la tienda terrestre abruma la mente pensativa. Y caminamos hacia nuestra casa. ¿Qué casa es esa? La madre de todos. El sepulcro es su morada perpetua. Ahora caminamos oprimidos por esta carga; pero cuando nos desprendamos de él, ¿os imagináis cómo correremos y volaremos? Nos cerniremos sobre las alas del viento.

 

El Señor Jesús nos abrazó a través de nuestro trabajo y nuestro dolor. Hagamos que nuestra rectitud y su santidad se abracen fuertemente: obremos siempre con rectitud y suframos valientes por causa de la justicia. Repitamos con la esposa: Lo agarré y ya no lo soltaré. Y con el Patriarca. No te soltaré hasta que me bendigas. ¿Qué nos falta ya, sino la bendición? ¿Qué resta después del abrazo, sino el beso de paz? Si estuviera así de compenetrado con Dios, le rogaría con toda confianza: ¡Que me bese con besos de su boca!

 

Danos ahora, Señor, a comer llanto y beber lágrimas a tragos, hasta que eches una medida generosa, colmada y rebosante en nuestro regazo. Tú, que estás en el regazo del Padre, Dios bendito por siempre.

 

 

 

RESUMEN

 

Religión y piedad de los cristianos en la Semana Santa. Eficacia de la pasión de Cristo. Tres cosas se han de considerar en ella: la obra, el modo y el motivo. En la obra se muestra la paciencia. El modo muestra su gran humildad. En el motivo se ve la caridad. La muerte de Cristo fue voluntaria. Limpia y purifica todos los pecados. Tres géneros de pecados que destruyó la cruz de Cristo. El original, el personal de cada uno. El singular. Caridad y misericordia de Cristo. Paciencia y benignidad de Cristo. El pecado y el dolor nos vinieron por el pecado del primer hombre. Cristo recibió en sí el trabajo y el dolor. Devoción de San Bernardo a la pasión del Señor. Es necesario imitar a Cristo. Indicios de que la pasión de Cristo produce efectos en nosotros. Que obra tan ardua fue la redención. Libertad de Cristo en seguir las acciones de su cuerpo. Cómo se debe ordenar nuestras acciones y nuestros trabajos y aflicciones. Los brazos con que Cristo nos abrazó y con que nosotros debemos abrazarle. Como justicia se entiende la vida piadosa.