La Iconografía y la Devoción a las Imágenes

La iconografía es la ciencia de la descripción, historia e interpretación de las representaciones tradicionales de Dios, los santos y otros temas sagrados en el arte. Casi desde sus comienzos la Iglesia ha empleado las artes como medios potentes de instrucción y edificación.

 

En los primeros siglos las paredes de las catacumbas estaban decoradas con pinturas y mosaicos, y en todos los tiempos posteriores las iglesias han prestado sus paredes, techos y ventanas, al igual que sus altares, muebles, vasos y libros litúrgicos, para que sean adornados con escenas del Antiguo y del Nuevo Testamento, de las vidas y leyendas de los santos y hasta con antiguas historias mitológicas, modificadas, por supuesto, y armonizadas con la enseñanza cristiana.

 

 

 

Imagen de Catacumbas Romanas

 

El objetivo de la iconografía es de dar la historia de estas diversas representaciones, para hacer notar su prevalencia o ausencia en un tiempo y lugar determinados, para comparar los de diferentes tierras y períodos, para explicar lo personal o lo histórico y para interpretar lo simbólico. Estudiado así, ellos tienen un interés histórico y dogmático muy importante, pues testifican de la unidad de la tradición eclesiástica y de la fe de las épocas en que fueron producidos.

 

 

Imagen de Catacumbas Romanas

 

La Prohibición de las Imágenes:

Iconoclasia o iconoclastia, expresión que en griego significa «ruptura de imágenes», es la deliberada destrucción dentro de una cultura de los iconos religiosos de la propia cultura y otros símbolos o monumentos, normalmente por motivos religiosos o políticos. La Real Academia la define como la «doctrina de los iconoclastas» y a su vez señala que «iconoclasta» proviene de εικονοκλάστης, rompedor de imágenes, y se define como tal en particular al «movimiento del siglo VIII que negaba el culto debido a las sagradas imágenes, las destruía y perseguía a quienes las veneraban». La iconoclasia es un componente frecuente de los principales cambios políticos o religiosos que ocurren en el interior de una sociedad.

 

 

 

El término «iconoclasta» ha acabado aplicándose de manera figurada a cualquier persona que rompe con los dogmas o convenciones establecidas o los desprecia.

El uso de imágenes probablemente había ido creciendo en los años que precedieron al estallido de la iconoclasia. Un cambio notable se produjo en 695, con Justiniano II que puso el rostro de Cristo en el reverso de sus monedas de oro. El efecto de la opinión iconoclasta se desconoce, pero ciertamente el cambio provocó que el califa Abd al-Malik rompiera permanentemente con su anterior adopción de los tipos de moneda bizantinos y comenzara una acuñación de moneda genuinamente islámica que sólo llevaba palabras. Una carta del patriarca Germano escrita antes de 726 a dos obispos iconoclastas dice que «ahora ciudades enteras y multitud de personas están en considerable agitación por este tema» pero existe escasa evidencia del crecimiento del debate.

El primer período iconoclasta (730-787)

En algún momento entre 726 y 730 el emperador bizantino León III el Isáurico ordenó que se quitara una imagen de Jesús colocada de manera destacada sobre la puerta de Calcis, la entrada ceremonial al Gran Palacio de Constantinopla, y que se reemplazara con una cruz. Algunas personas dedicadas a la tarea fueron asesinadas por una banda de iconódulos (se refiere a la veneración (dulía) de imágenes (iconos), debe diferenciarse la iconodulía de la idolatría y latría, ya que la idolatría implica adoración o centricidad para la vida del objeto de culto—). Los escritos sugieren que al menos parte de la razón para que se quitara podría radicar en los reveses militares en la lucha contra los musulmanes y la erupción de la isla volcánica de Tera, que León posiblemente veía como evidencia de la ira de Dios que la Iglesia había atraído por su veneración de imágenes. Se dice que León describió la veneración de imágenes como «artimañas de idolatría». Aparentemente prohibió la veneración de imágenes religiosas en un edicto de 730, que no se aplicaba a otras formas de arte, como la imagen del emperador, o símbolos religiosos como la cruz. «No vio necesidad de consultar a la iglesia, y parece que se sorprendió por la intensa oposición popular que encontró».

 

 

Germano, el iconódulo patriarca de Constantinopla, o dimitió o fue depuesto después de la prohibición. Las cartas de Germano que sobreviven, escritas en la época, dicen poco de teología. Según Patricia Karlin-Hayter, lo que preocupaba a Germano era que la prohibición de los iconos probaría que la iglesia había estado en un error durante mucho tiempo y por lo tanto sería caer en el juego de judíos y musulmanes. En Occidente, el papa Gregorio III celebró dos sínodos en Roma y condenó las acciones de León, y en respuesta León tomó algunas tierras del Papa. Durante este periodo inicial, la preocupación en ambos bandos parece que tenía poco que ver con la teología y más con evidencias y efectos prácticos. La veneración de iconos se prohibió simplemente porque León veía en ella una violación del mandato bíblico que prohibía la elaboración y veneración de las imágenes. No hubo inicialmente concilio eclesiástico, y ningún patriarca u obispo destacado pidió que se quitaran o destruyeran los iconos. En el proceso de destruir u obscurecer las imágenes, León confiscó «valiosa platería eclesiástica, telas de altar, y relicarios decorados con figuras religiosas»,8 pero no emprendió ninguna acción severa contra el anterior patriarca u obispos iconódulos.

 

 

León murió en 741, pero su prohibición de iconos fue establecida como dogma por su hijo, Constantino V (741-775), quien convocó el Concilio de Hieria en 754 en el que unos 330 a 340 obispos participaron para apoyar la posición iconoclasta. Ningún patriarca o representante de los cinco patriarcas estuvieron presentes: la sede de Constantinopla estaba vacante, mientras que las de Alejandría, Antioquía y Jerusalén estaban controladas por los sarracenos.

 

 

Sin embargo, el concilio iconoclasta de Hieria no puso fin al tema. En este periodo aparecieron complejos argumentos teológicos, tanto a favor como en contra del uso de imágenes. Los monasterios eran plazas fuertes a favor de la veneración de iconos, y entre los monjes se organizó una red subterránea de iconódulos. Juan Damasceno, un monje sirio que vivió fuera del territorio bizantino, se convirtió en el principal oponente de la iconoclasia a través de sus escritos teológicos. En una respuesta que recuerda a la posterior reforma protestante, Constantino se movió en contra de los monasterios, hizo que las reliquias se lanzaran al mar, y detuvo la invocación de los santos. Parece que los monjes se vieron forzados a desfilar en el Hipódromo, cada uno de la mano de una mujer, en violación de sus votos. En 765 san Esteban el Joven fue asesinado, aparentemente mártir de la causa iconódula. Una serie de grandes monasterios en Constantinopla fueron secularizados, y muchos monjes huyeron a regiones más allá del control imperial efectivo en los márgenes del Imperio.

 

 

El hijo de Constantino, León IV (775-80) fue menos riguroso, y durante un tiempo intentó mediar entre las facciones. Hacia el final de su vida, sin embargo, León emprendió severas medidas contra las imágenes y habría excluido a su esposa Irene, quien tenía fama de venerar imágenes en secreto. Murió antes de conseguir esto e Irene asumió el poder como regente de su hijo, Constantino VI (780-97). Con la ascensión de Irene como regente, el primer periodo iconoclasta llegó a su fin.

 

 

Irene puso en marcha un nuevo concilio ecuménico, llamado después el II Concilio de Nicea, que se reunió por vez primera en Constantinopla en 786, pero fue interrumpido por unidades militares leales al legado iconoclasta. El concilio se reunió de nuevo en Nicea en 787 y revocó los decretos del previo concilio iconoclasta celebrado en Constantinopla e Hieria, asumiendo su título de séptimo concilio ecuménico. Así que hubo dos concilios que se llamaron el «séptimo concilio ecuménico», el primero apoyando la iconoclasia, el segundo negando el primero y defendiendo la veneración de imágenes. A diferencia del concilio iconoclasta, el concilio iconódulo incluyó representantes papales, y sus decretos fueron aprobados por el Papado. La veneración de imágenes duró todo el reinado de la emperatriz Irene, de su sucesor, Nicéforo I (802-811), y los dos breves reinados posteriores al suyo.

 

El segundo período iconoclasta (814-842)

El emperador León V el Armenio instituyó un segundo periodo de iconoclasia en 815, de nuevo posiblemente motivado por las derrotas militares vistas como prueba del descontento divino. Los bizantinos habían sufrido una serie de humillantes derrotas a manos del jan búlgaro, Krum, en el curso de las cuales el emperador Nicéforo I murió en batalla y el emperador Miguel I Rangabé se vio forzado a abdicar. En junio de 813, un mes antes de la coronación de León V, un grupo de soldados irrumpió en el mausoleo imperial en la iglesia de los Santos Apóstoles, abrió el sarcófago de Constantino V, y le imploró que regresara para salvar el imperio.

 

 

Poco después de su ascenso, León V comenzó a discutir la posibilidad de revivir la iconoclasia con una serie de personas, entre ellos sacerdotes, monjes, y miembros del Senado. Se dice que señaló a un grupo de consejeros que todos los emperadores que tomaron las imágenes y las veneraron encontraron la muerte en revuelta o en la guerra; pero los que no las veneraron murieron de muerte natural, permanecieron en el poder hasta su muerte, y luego se les enterró con todos los honores en el mausoleo imperial en la iglesia de los Santos Apóstoles.

 

 

Lo siguiente que hizo León fue nombrar una «comisión» de monjes para que «leyeran en los libros antiguos» y alcanzaran una decisión sobre la veneración de imágenes. Pronto descubrieron las actas del sínodo iconoclasta de 754.13 Se produjo un primer debate entre quienes apoyaban a León y los clérigos que seguían defendiendo la veneración de imágenes, guiado este último grupo por el patriarca Nicéforo, que no llegó a ninguna resolución. Sin embargo, León había quedado aparentemente convencido para entonces de que la posición correcta era la iconoclasta, e hizo que la imagen de la puerta de Calcis de nuevo fuera reemplazada con una cruz. El renacimiento de la iconoclasia se oficializó en 815 por un sínodo celebrado en Santa Sofía.

 

A León le sucedió Miguel II, quien en una carta de 824 al emperador carolingio Ludovico Pío lamentó la apariencia de veneración de imágenes en la iglesia y prácticas semejantes como que iconos fueran los padrinos de bautismo de niños. Confirmó los decretos del concilio iconoclasta de 754.

 

 

A Miguel le sucedió su hijo, Teófilo que murió dejando a su esposa Teodora regente por su heredero menor, Miguel III. Como Irene cincuenta años atrás, Teodora movilizó a los iconódulos y proclamó la restauración de las imágenes en 843, con la condición de que Teófilo no fuera condenado. Puesto que por entonces era el primer domingo de gran cuaresma había sido celebrada en la iglesia ortodoxa como la fiesta del «triunfo de la ortodoxia».

 

VIRTUDES DEL ICONÓGRAFO

La pureza del corazón del artista es una de las condiciones para realizar un auténtico retrato de Cristo.

 

 

La imagen hace presente al representado en el sentido más literal de la palabra. Sólo una materia santificada y divinizada está en grado, según la concepción oriental, de convertirse  en lugar de la presencia de Dios. Pero la santificación de la materia se hace posible a través de la Eucaristía. El cristiano, haciéndose uno con Cristo en la Comunión, deja que el Sacramento obre plenamente en él y con él, es recibido en Cristo no sólo espiritualmente, sino incluso corporalmente y participa luego de la naturaleza divina de Cristo. El artista, a través de la Eucaristía hecho partícipe en el cuerpo y en el alma de la divinidad de Cristo, está en grado de santificar incluso la forma y la materia de su obra. La divinización de todo lo creado, iniciada con la Encarnación, es constantemente proseguida en la Comunión eucarística. En la profundidad de tal fe, se hace comprensible como Cristo pueda estar presente a través del icono y, a través  de él, mire la persona que la venera.

 

 

Estos elementos –el vínculo tipológico del verdadero rostro de Cristo, la visión de su figura en el hombre puro de corazón y la traducción de tal visión en la materia pictórica- permiten que se produzca una imagen.

 

EL DECLINAR DEL ARTE EN OCCIDENTE

Aquí un breve resumen del P. Alfredo Sáenz, S. J., extraído de su libro: “El icono, esplendor de lo sagrado”, sobre el declinar del Arte en Occidente.

 

 

En Rusia, desde las postrimerías del siglo XVII, y en el Occidente, a partir del Renacimiento, se advierte un sostenido receso del arte litúrgico, cuyos síntomas vamos a bosquejar. Pero para enmarcarlo mejor analizaremos primero el proceso del arte en general.

 

 

Se observa en Occidente, sobre todo desde el siglo XV, cuando culmina lo que se ha dado en llamar el primer Renacimiento, una progresiva decadencia del sentido trascendente y metafísico del arte, una progresiva des-vinculación de sus raíces ontológicas, un creciente enclaustramiento en el hombre y en el arte mismo.

 

 

Seguimos leyendo en el libro del P. Alfredo Sáenz  un análisis de Hans Sedlmayr que fue un historiador del arte austríaco, en donde realiza una síntesis de lo sucedido en el arte occidental desde el siglo VI, señalando cuatro épocas, de las cuales las dos intermedias se hallan emparentadas por su tema central. La primera es la del prerrománico y románico (550-1150), que califica como la época del Dios-Señor, porque en ella Cristo es representado sobre todo en su divinidad, como rey terrible del Universo. La segunda época es la del gótico (1140-1470), que llama la del Dios-hombre, ya que en ese tiempo, dominado por el espíritu de San Bernardo, Cristo no es representado en la anterior actitud de majestad temible o con los rasgos del juez severo, sino más cerca del hombre, rodeado de Nuestra Señora y de los santos; en un segundo momento, se lo mostrará en su desamparo, su quebranto y su pena, en las imágenes conmovedoras de la Pasión. El tercer momento, el del Renacimiento y Barroco (1470-1760) es caracterizado como el período del hombre-Dios y del hombre “divino”, ya que en él la figura central es la del hombre “grande”, enérgicamente exaltado como el colaborador de la obra creadora de Dios; su cuerpo es admirado en su esbelta desnudez, y Cristo mismo es concebido como el hombre supremo, el resurrecto, con torso de atleta; las “ascensiones” y “apoteosis” pueblan los techos de las iglesias barrocas. Y en el campo profano adquieren especial relevancia los palacios del “divino” hombre, visto a la luz de dos figuras mitológicas centrales: Hércules y Helios. Finalmente, la cuarta época, la Edad Moderna (de 1760 a…), es la del Hombre Autónomo, un tiempo dominado por el abismo abierto entre Dios y el hombre , que ya se considera independiente, y sustituye a Dios por ídolos como la naturaleza, la razón, su mismo arte, la máquina, el caos.

 

Acerca de las “Imágenes Sagradas”, en los Números 1159 a 1162 del Catecismo de la Iglesia Católica, dice lo siguiente:

La imagen sagrada, el icono litúrgico, representa principalmente a Cristo. No puede representar a Dios invisible e incomprensible; la Encarnación del Hijo de Dios inauguró una nueva "economía" de las imágenes:

 

«En otro tiempo, Dios, que no tenía cuerpo ni figura no podía de ningún modo ser representado con una imagen. Pero ahora que se ha hecho ver en la carne y que ha vivido con los hombres, puedo hacer una imagen de lo que he visto de Dios. [...] Nosotros sin embargo, revelado su rostro, contemplamos la gloria del Señor» (San Juan Damasceno, De sacris imaginibus oratio 1,16).

 

La iconografía cristiana transcribe a través de la imagen el mensaje evangélico que la sagrada Escritura transmite mediante la palabra. Imagen y Palabra se esclarecen mutuamente:

 

«Para expresarnos brevemente: conservamos intactas todas las tradiciones de la Iglesia, escritas o no escritas, que nos han sido transmitidas sin alteración. Una de ellas es la representación pictórica de las imágenes, que está de acuerdo con la predicación de la historia evangélica, creyendo que, verdaderamente y no en apariencia, el Dios Verbo se hizo carne, lo cual es tan útil y provechoso, porque las cosas que se esclarecen mutuamente tienen sin duda una significación recíproca» (Concilio de Nicea II, año 787, Terminus: COD 111).

 

 

Todos los signos de la celebración litúrgica hacen referencia a Cristo: también las imágenes sagradas de la Santísima Madre de Dios y de los santos. Significan, en efecto, a Cristo que es glorificado en ellos. Manifiestan "la nube de testigos" (Hb 12,1) que continúan participando en la salvación del mundo y a los que estamos unidos, sobre todo en la celebración sacramental. A través de sus iconos, es el hombre "a imagen de Dios", finalmente transfigurado "a su semejanza" (cf Rm 8,29; 1 Jn 3,2), quien se revela a nuestra fe, e incluso los ángeles, recapitulados también en Cristo:

 

«Siguiendo [...] la enseñanza divinamente inspirada de nuestros santos Padres y la Tradición de la Iglesia católica (pues reconocemos ser del Espíritu Santo que habita en ella), definimos con toda exactitud y cuidado que la imagen de la preciosa y vivificante cruz, así como también las venerables y santas imágenes, tanto las pintadas como las de mosaico u otra materia conveniente, se expongan en las santas iglesias de Dios, en los vasos sagrados y ornamentos, en las paredes y en cuadros, en las casas y en los caminos: tanto las imágenes de nuestro Señor Dios y Salvador Jesucristo, como las de nuestra Señora inmaculada la santa Madre de Dios, de los santos ángeles y de todos los santos y justos» (Concilio de Nicea II: DS 600).

 

 

"La belleza y el color de las imágenes estimulan mi oración. Es una fiesta para mis ojos, del mismo modo que el espectáculo del campo estimula mi corazón para dar gloria a Dios" (San Juan Damasceno, De sacris imaginibus oratio 127). La contemplación de las sagradas imágenes, unida a la meditación de la Palabra de Dios y al canto de los himnos litúrgicos, forma parte de la armonía de los signos de la celebración para que el misterio celebrado se grabe en la memoria del corazón y se exprese luego en la vida nueva de los fieles.

 

1192 Las imágenes sagradas, presentes en nuestras iglesias y en nuestras casas, están destinadas a despertar y alimentar nuestra fe en el Misterio de Cristo. A través del icono de Cristo y de sus obras de salvación, es a Él a quien adoramos. A través de las sagradas imágenes de la Santísima Madre de Dios, de los ángeles y de los santos, veneramos a quienes en ellas son representados.

Imágenes de los Iconos Sagrado en el Altar de la Parroquia Espíritu Santo de la Diócesis de Ciudad del Este, Paraguay.

 

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Referencias Bibliográficas:

·         http://buscon.rae.es

 

·         Robin Cormack, Writing in Gold, Byzantine Society and its Icons, 1985, George Philip,

 

·         C Mango, «Historical Introduction», en Bryer & Herrin, eds., Iconoclasm, pp. 2-3., 1977, Centro para Estudios Bizantinos, Universidad de Birmingham,

 

·         Teófanes, Chronographia

 

·         Vulcanismo en Santorini / historia eruptiva en decadevolcano.net

 

·         Según los relatos del patriarca Nicéforo y el cronista Teófanes.

 

·         Warren Treadgold, A History of the Byzantine State and Society, Stanford University Press, 1997

 

·         The Oxford History of Byzantium: Iconoclasm, Patricia Karlin-Hayter, Oxford University Press, 2002.

 

·         T. Pratsch, Theodoros Studites (759-826): zwischen Dogma und Pragma (Fráncfort del Meno, 1997), 204-5.

 

·         Pratsch, Theodoros, 210.

 

·         Scriptor incertus 349,1-18, cited by Pratsch, Theodoros, 208.

 

·         Pratsch, Theodoros, 211-12.

 

·         I Fratelli Karamazov, parte II,  libro VI, par. 3. 1º discorso delo starec Zosima: “Essi (i monaci) nella loro solitudine conservano l’immagine di Cristo como qualcosa di magnifico, non deturpato, nella pura divina verità…” (nostra traduzione).

 

·         La produzione iconica è necessariamente legata alla liturgia della Chiesa d’Oriente. “Né la técnica della pittura d’icone né i materiali adoperati possono essere casuali rispetto al culto”, cosí asserisce Pavel Florenskij, in Le porte regali.  Saggio sull’icona, Milano 1997, p. 105.

 

·         P. Alfredo Sáenz, S. J. De su libro: “El icono, esplendor de lo sagrado”.

 

 

 

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